viernes, 13 de junio de 2008

El amor es asqueroso.


En una noche del verano panameño, con mi nieto de siete años, frente a una hoguera de palos y hojas secas calentábamos malvaviscos (marshmallow) ensartados en sendas varas.

El lugar era un área rural y a pesar del farol, la abundancia de árboles y arbustos oscurecían los alrededores.
De repente me dice el niño, medio sorprendido, que no asustado:

– Allá se mueve algo, detrás de aquellos árboles.

Yo, con la visión limitada por la edad, y sin mis gafas, no pude distinguir lo que se movía; entonces agregó:

– Abuelo es un caballo.

– Si, ya lo vi. – le respondí después de comprobarlo.

Seguidamente añadió: - ¡Son dos!

Lo verifiqué y continuamos asando nuestras malvas y disfrutándolas.

Al día siguiente cuando nos dirigíamos al río a nadar, al cruzar la puerta de la cerca que limita la propiedad, exclamó mi nieto con aire de reprobación:

– ¡El amor es asqueroso!

Sorprendido, pero con la experiencia ganada con su madre y mis otros dos hijos cuando eran niños, le pregunté, sin alterarme, el motivo de esa expresión.

– ¿No te fijas? – me respondió señalando el césped dónde había estiércol fresco de caballo.

– Eso fueron el caballo y la caballa de anoche. – Le corregí sobre el femenino de la hembra equina, y se ratificó:

– Sí abuelo, esa yegua y el caballo enamorados hicieron esa asquerosidad – señalando el estiércol.


Sonreí y continuamos nuestra caminata matinal hacía el balneario del río.

A pocos pasos tropezamos con los caballos que resultaron ser dos hembras, una con su retoño. No le comenté nada sobre el sexo de los equinos y seguimos nuestro camino.