En una noche del verano panameño, con mi nieto de siete años, frente a una hoguera de palos y hojas secas calentábamos malvaviscos (marshmallow) ensartados en sendas varas.
El lugar era un área rural y a pesar del farol, la abundancia de árboles y arbustos oscurecían los alrededores.
De repente me dice el niño, medio sorprendido, que no asustado:
De repente me dice el niño, medio sorprendido, que no asustado:
– Allá se mueve algo, detrás de aquellos árboles.
Yo, con la visión limitada por la edad, y sin mis gafas, no pude distinguir lo que se movía; entonces agregó:
– Abuelo es un caballo.
– Si, ya lo vi. – le respondí después de comprobarlo.
Seguidamente añadió: - ¡Son dos!
Lo verifiqué y continuamos asando nuestras malvas y disfrutándolas.
Al día siguiente cuando nos dirigíamos al río a nadar, al cruzar la puerta de la cerca que limita la propiedad, exclamó mi nieto con aire de reprobación:
– ¡El amor es asqueroso!
Sorprendido, pero con la experiencia ganada con su madre y mis otros dos hijos cuando eran niños, le pregunté, sin alterarme, el motivo de esa expresión.
– ¿No te fijas? – me respondió señalando el césped dónde había estiércol fresco de caballo.
– Eso fueron el caballo y la caballa de anoche. – Le corregí sobre el femenino de la hembra equina, y se ratificó:
– Sí abuelo, esa yegua y el caballo enamorados hicieron esa asquerosidad – señalando el estiércol.
Sonreí y continuamos nuestra caminata matinal hacía el balneario del río.
A pocos pasos tropezamos con los caballos que resultaron ser dos hembras, una con su retoño. No le comenté nada sobre el sexo de los equinos y seguimos nuestro camino.